Los recolectores de residuos sólidos urbanos conocen el valor de lo que la mayoría considera basura, y encuentran en su selección un modo de supervivencia. En el marco del Día Mundial del Reciclador, que se celebra el 1 de marzo, exploramos el valor que el Estado da a su beneficiosa labor en seis ciudades de Iberoamérica.
Argentina cuenta entre sus históricas luchas sociales la de los recicladores de base, bajo una tutela femenina. La profunda crisis macroeconómica de 2001 y 2002 catapultó un movimiento social en la capital: las cooperativas de recicladores urbanos. Hasta 2007, el cirujeo (como llaman los argentinos a la recolección de residuos) era considerado un delito y los recolectores eran perseguidos como ladrones, lo que, aunado a la precariedad en que vivían, los llevó a organizarse para pedir al gobierno de la Ciudad que los reconociera como trabajadores e incluso les proporcionara herramientas, espacios y transporte para realizar su trabajo.
Otra batalla social nacida entre los recolectores en Sudamérica es la de los colombianos. En Bogotá el servicio de recolección de basura es privado, por lo que durante décadas los residuos fueron una especie de propiedad exclusiva de las empresas y la recolección callejera era técnicamente un robo. Los tiraderos a cielo abierto habían sido cerrados, de manera que los recolectores se quedaron sin opciones, lo que los convirtió en un David que se lanzó a pelear contra el Goliat de la industria.
La piedra con la que vencieron al gigante fue la Corte Constitucional, donde tras años de lucha lograron ser reconocidos como “empresarios de la basura”, con el mismo derecho a competir que el resto de las empresas recicladoras. Gracias a esta batalla legal, en la capital colombiana la población paga un impuesto especial de reciclaje dentro de su factura de aseo público: unos cinco dólares que van directo a manos de los recolectores.
Este cobro, conocido como “tarifa de aprovechamiento”, es único en Latinoamérica, ya que en la región los recolectores suelen trabajar de manera informal, en algunos países sin ningún pago, y en otros incluso en condiciones de ilegalidad.
En El Salvador, los ciudadanos pagan un impuesto de 2.60 dólares por la recolección y disposición de su basura, que está incluido en el recibo mensual de energía eléctrica. Por ese concepto, tan solo la alcaldía de San Salvador recibe unos tres millones de dólares mensuales, según la auditoría presentada en 2018 por la Corte de Cuentas de la República de El Salvador. Aunque un 4% de los residuos es rescatado para reciclaje por entre tres mil y cinco mil recolectores, el dinero de dicho impuesto no llega a manos de esos trabajadores, sino de las empresas a las que las alcaldías pagan para disponer de los desechos en los rellenos sanitarios: 26 dólares por tonelada.
Trabajo gratuito
En la Ciudad de México este impuesto es algo impensable hasta ahora, ya que su Constitución Política establece que el servicio de barrido y recolección de basura debe ser gratuito. También mandata que solo el gobierno puede dar el servicio, pero la realidad de la ciudad más grande de Latinoamérica rebasa a las leyes: durante 2019 cada barrendero sirvió a 1 115 habitantes por día, y cada camión recolector recibió la basura de 3 469 habitantes, según cifras de la secretaría local de Medio Ambiente.
Para cubrir esta alta demanda, la capital mexicana cuenta con un servicio extraoficial, no solicitado pero muy bien aprovechado por las alcaldías y el gobierno central: un ejército de más de 10 mil voluntarios que barren las calles, recogen basura casa por casa y apoyan la recolección en los camiones. Lo que ganan con la venta de los residuos a centros de acopio, sumado a las simbólicas propinas que les da la ciudadanía por esta labor, es el único ingreso de estos recolectores: unos 200 pesos (10 dólares) al día.
Además de subsanar las carencias del servicio oficial sin pago, reconocimiento ni protección, los voluntarios también han salvado del colapso a la CDMX durante la pandemia, según líderes del Sindicato de Trabajadores de la Ciudad. Con una aplastante mayoría de hombres en el servicio de Limpia y entre ellos la mitad tiene entre 50 y 70 años, el conjunto del personal de Aseo constituye una población de alto riesgo –además por la naturaleza de su labor-. Por ello, el gobierno tuvo que mandar a confinar a cerca de la mitad de su personal oficial durante casi todo 2020. Sin los voluntarios, las calles de la Ciudad se estarían llenando de basura durante la emergencia.
A la sombra de una nacionalidad
España y República Dominicana tienen un fenómeno en común: la mayoría de sus recolectores de residuos sólidos son inmigrantes sin documentos, que hallaron en la basura un empleo en el que no necesitan currículo, probar su experiencia ni su nacionalidad. La invisibilidad de este sector les ofrece un sustento seguro y sin juicios.
De los 10 mil ‘buzos’ -como se conoce a los recolectores en República Dominicana- que hay en ese país, alrededor del 60% son migrantes haitianos indocumentados, según cifras del Movimiento Nacional de Recicladores. Del resto, se calcula que otro 20% son hijos de haitianos nacidos en Dominicana, pero sin documentos de identidad ni la nacionalidad del propio país en que nacieron. Son indocumentados en su propia tierra.
Esta particular situación es producto de ancestrales conflictos entre Haití y Dominicana, que han derivado en legislaciones discriminatorias para los miles de haitianos que emigran en busca de mejor calidad de vida. La negativa a otorgar la nacionalidad dominicana a hijos de haitianos ocurre en todos los ámbitos: hospitales, registro civil, escuelas. Este contexto orilla a muchos de ellos a buscar un trabajo en el que nadie cuestione su origen ni su situación jurídica.
Algo similar pasa en Barcelona. Miles de migrantes sin documentos, la mayoría subsaharianos, recorren las calles de esta ciudad española buscando metales y residuos electrónicos reciclables. Más de la quinta parte de la chatarra que se recicla en Cataluña proviene de sus manos, pero su labor, que podría considerarse esencial, no es valorada. Son el eslabón más vulnerable de un sector que mueve millones de euros, el 1% del PIB español.
Las condiciones de los recicladores podrían mejorar si hubiera un proceso de formalización -que haría incluso que pudiesen reciclar más- pero regularizar su situación laboral no es sencillo: la gran mayoría se encuentra en situación irregular en España. Muchos viven en las naves industriales abandonadas o en los pisos sobreocupados, sin servicios básicos y en constante riesgo por la falta de mantenimiento a estos inmuebles.
Nfaly Faty, técnico del Programa de Atención Humanitaria de Asentamientos de la Fundación Cepaim en Barcelona señala la necesidad de reconocer su trabajo porque son personas que están haciendo una labor para la comunidad. “Recogen lo que no quiere nadie. Limpian la ciudad”.
Para Jadira Vivanco, coordinadora regional de Latitud R (una plataforma enfocada en fortalecer el reciclaje inclusivo) la paradoja es evidente: aunque los casi dos millones de recicladores que hay en Latinoamérica son el eslabón más fuerte de la cadena de reciclaje en cuanto a recolección, también son el que menos se beneficia de esa industria. “Lamentablemente siempre son los recicladores de base los que se ven menos favorecidos en la cadena de valor”, puntualiza la experta.
Con información de: Gabriela Ensinck/ Lionel Poussery/ Claudia Chicas/ Kharla Pimentel/ Claudia Altamirano/ Yanine Quiroz/ Judit Alonso/ Javier Sulé/ Marta Saiz.
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Este reportaje hace parte de la serie de publicaciones resultado de la Beca de producción periodística sobre reciclaje inclusivo ejecutada con el apoyo de la Fundación Gabo, Latitud R y Distintas Latitudes.